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Dopando realidades

cimcnellicastro

Por: Nelli Itzanah Castro García



Alguna vez me golpeé con el borde de un objeto; de cuerpo inexistente y aroma imperceptible. Perdí una pequeña parte de mi cuerpo; fue de esas heridas que trazan una ruta de la mente a los pulmones, de esas que hieren más por el suceso que por la gravedad de su apariencia.


Perdí un trozo de mi piel; dejé de sentir, dejé de escuchar, dejé de creer que el sonido estaba limpio y la sonrisa era aún sincera.


Dejé de hablar; no podía ni quería hacerlo. Intenté no pensar para controlar el dolor, dominé la respiración que tanto empeño ponía en sobrepasar su rítmica y traté de dar respuesta a mis amigos con la tranquilidad que lo hace alguien que no ha sufrido un golpe al ego y al enterizo de su cuerpo; esto último lo logré sabiendo que con ello rasgaba heridas viejas obstinadas en volver a sangrar.


Llegué a casa manejando una bici recién comprada que aun me trataba como una desconocida, me zarandeó por todo el camino antes de recordarme que no me consolaría hasta que le revelara algún buen secreto, uno fuerte y conciso capaz de resistir el disparo de un arquero al romper la voz de quien le tiene.


Entré a mi cuarto y comencé a llorar. Busqué una gasa y un poco de barro para untar. No pedí al estante el botiquín; contrarrestar el malestar físico no importaba si con ello no mejoraría mi estado anímico. Acepté que el incidente era solo una excusa para contemplar todo aquello que no quería ver, preferí ser consciente de la punzada física antes que del pinchazo emocional.


Vendé mis manos mientras me miraba los ojos enrojecidos frente al espejo, me lavé la cara y tomé agua para estar lista en caso de querer perder alguna otra flecha.


Pasó la tarde y la linterna tuvo que despedirse también. Me acosté en la cama y volví a llorar; quizá de dolor, quizá de desgracia; sigo creyendo que en esos casos es mejor no saber el porqué de la emoción.


Esa noche no soñé, tampoco le escribí al corazón.


Desperté al día siguiente con el rostro deformado; quizá del paso de mi propio llanto, quizá de saber que estaba volviendo a ocurrir; al final no me importó si con ello no pude volver a dormir.


Regresé a la escuela sin saber que así comenzaba la primera semana de inestabilidad mental. Me golpeé con un árbol, me ofendí con el canto de una lechuza y olvidé que mi lugar seguro era también un lugar ordinario.


Me cansé, repetirlo sin razón me agotó, verle cada día me asfixió, pensar en una solución me mató.


Imaginé que podría decir adiós, regresar por los aires y suspenderme ahí, marchitarme por voluntad propia evitando tropezar con la cronofobia que hasta entonces se asomaba con sabor a miel.


Me olvidé de hacer preguntas, pensé que sería mejor ir tras la corriente; estrellarme más pronto de lo que un cuervo negro escapa a la tormenta.


Mi cuerpo dejó de doler y aun así mi persona se olvidó de volver. Tuve que llamarle por varios días, tuve que llorarle varias noches, incluso tuve que intentar leer el cielo para simular el hallazgo de sus huellas.


Estuve a punto de ceder, soltarle la mano y obedecer.


Quería volver a casa, quería recuperar el sol, quería dejar de pensar, callarme, dejar de buscar y andar sin engañarme. Quería volver a sentir aun cuando todo lo que había hecho era para mitigar el efecto que se salía de control.


Mirar hacia adentro no funcionó, hablarle a mi madre me volcó, pensar en mi padre me dio el lujo de juzgar el verbo y darme cuenta que seguía haciendo lo mismo al romper una y otra vez el peso de mi palabra.


Me perdí por semanas y aun no sé si he regresado. Me moví en automático y resolví el trabajo de un ser sociable como lo planeado en el calendario. Cumplí con el número de horas de sueño, invertí mi cama para probar lo que era dejar de respirar, dejé de responder a su canto hasta que de pronto ya no pude más.


Y entonces comencé a gritar, grité tan fuerte como jamás lo había hecho, grité en la escuela, grité en el baño, en la habitación, frente al espejo, le grité a ella, le grité a mi familia y también me grité a mi. Grité hasta consumirme en el humo de mis propias marcas, hasta caer exhausta en la rueda que sigue andando aun cuando la oscuridad quiere no verla más.


Caí de rodillas y gateé como lo hace alguien que solo quiere estar de nuevo en el hogar.


Viajé a sus brazos y al silencio de su compañía, le dije que le amaba y que odiaba hablar cuando la música aún se escuchaba.


Me susurré al oído lo que todos me habían dicho y nadie había creído. Dejé de huirle y le acepté como sus ojos lo habían hecho al verme partir. Acepté su ruptura y le contemplé en la pared vieja de la cocina.


Pensé en hablarlo y recibir una respuesta, pensé en soltarlo y descuidarme de lo que la gente pudiera de mi vida saber, pensé en hacerlo explotar sin reprenderlo más. Pensé muchas cosas para al final recordar que abofeteandome también podía regresar a mi centro, podía canalizarlo sin ahogarlo en el silencio de quien pretende escuchar sabiendo que no puede entender más de lo que su propia vida le ha permitido experimentar.


Un día la corteza vieja se cayó; dejó de doler para dejarme soñar.


Una noche los árboles florecieron de color amarillo, las estrellas fueron rojas y los pasos volvieron a ser firmes.


Volvió, de pronto todo volvió. Las preguntas rondaron generando cosquillas en la nuca, cerrar los ojos dejó de dar miedo y despertar tuvo un poco más de equilibrio.


Escuché las palabras de dos abuelos hallados en la puerta de un castillo en torres derruidas por el paso de los años. Encontré una respuesta, una que por ahora me es suficiente.


Me aferré a la potencia de mis piernas y al manejo de la bici viendo el cielo en las mañanas.


Me volví a enamorar y quizá por eso ahora todo marcha como algún día el ambiente me recibió al bajar del avión que a kilómetros de mi casa me lanzó. Volví a ser una flecha recordando que alguna vez el arco también debe descansar.


Un día dejé de llorar, dejé de escapar. El rin volvió a girar como el vinilo en una tarde al interior de mi ciudad.


 
 
 

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