Por: Nelli Itzanah Castro García

Recuerdo que todo se mantenía en calma, la sensación de saber que el mundo se expandía en derredor mío, crecía y crecía como el torbellino mental que pronto habría de cesar; era el silencio apropiándose a paso lento del caos emocional que se desnudaba dentro del pecho.
Abrí los ojos y la oscuridad me abandonó súbitamente, ningún ojo protagonizaba más que mi nueva visión, nadie era digno de aparecer en el utópico lugar al que finalmente había llegado, nadie más que la vida misma; eran los árboles saludándome con risueñas danzas y vívidos colores, gritándome al oído la bienvenida que tanto había ignorado en la adormecida cotidianidad; eran los latidos del corazón volcándose sobre el cuerpo que ahora lograba observar las micro capas de la piel, hundiendo el aliento y la esfera visual dentro del vaivén de las células cambiantes.
Nunca olvidé los pilares que me habían mantenido de pie durante la sagaz mordida del ego palpitante, no cubrí la pesadez del subconsciente ni la parafernalia que antes creía como mi persona, no vagué en las aguas del llanto sin antes darme cuenta de todo aquello que respiraba dentro y fuera del esqueleto; eran las vibraciones más sutiles presentándose ante mis cinco sentidos jamás despertados como hasta ese momento; la unión perfecta entre la creación y lo creado, recordando por fin que el vacío nunca había estado hueco, sino más bien erróneamente apreciado por el hombre.
Las lágrimas no figuraban tristeza ni frialdad, sino sorpresa tras contemplar la peculiar ligereza de los astros; tras observar el deslice de las vivencias pasadas finalmente encontradas, viajando en el mar del individuo que yacía bajo el efecto de la amorosa necesidad espiritual.
No era un trance en el que me había sumergido al inhalar la molécula de Dios, sino el estado idóneo que pronto me permitiría acceder a la locura, llevando como muestra las sienes luminosas que se incrustaban dentro y fuera de las añoranzas de las estrellas.
No se trataba de un código el cual tenía que descifrar para poder entender la belleza del corazón agonizante, no era un sueño inaccesible al que quería aferrarme ni la soledad abrazando los cabellos contraídos, era más bien aquel parpadeo que permite mirar el tiempo desde la posibilidad que se cree inexistente, aquel reflejo perfecto que mantiene el sol y la luna como ejemplo del amor fulgurante.
Era viajar junto a las nubes sin saber que los pies dejaban la tierra, era llorar junto a mi madre tras comprender que la vida nunca me había dejado; saber que mi cuerpo simbolizaba la ramificación del chispazo divino y el valor de todo aquel que miraba sobre el hombro que contenía las marcas del veneno; la sensación de saberme viva después de beber la vitalidad de la enredadera universal.
Comments