Por Nelli Itzanah Castro García
Estaba frente ante ti, erguida, como si me llamaras atentamente sin pronunciar mi nombre, como si pidieras una caricia.
Tu vestimenta color esmeralda inundó los cristales de aquel que alguna vez te había ignorado, tus ramas me envolvieron entre sollozos y gemidos de alegría, mis dedos te desnudaban paso a paso, encontrando todos y cada uno de los pliegues de corteza sobre los que estabas sumergido.
Danzabas junto a mí por el compás que nos marcaba el rugir del viento.
Eras mi alma y yo era el reflejo de la tuya, eras mi vida y lo que pronto tendría que dejar, mis lágrimas y mis anhelos puestos sobre tus raíces, incrustados dentro del grueso tronco que tanto me habías hecho desear abrazar.
Mis ojos inundados por tu aliento, por tu belleza y por tu inocencia, eras aquello que cualquier hombre podía ignorar, aquello que sin verlo se podía ver, estabas ahí pero pocas veces dejabas tu presencia.
Y entonces me dejaste verte esa tarde de mayo, jadeante tras guardar las gotas de lluvia sobre tus hojas, jadeante mientras removías tus risas con el resplandor del cielo, eras feliz y yo lo era desde dentro de mi ventana, mientras tú gritabas gozosamente.
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