Por: Nelli Itzanah Castro García

Muchas veces me había encontrado ante una hoja de papel en blanco, sin palabras y sin vida, con impresiones vacías que anhelaban ser plasmadas. Si bien había interactuado un par de veces con el llanto de las letras, nunca lo había hecho de la manera correcta; sentarme a contemplar la psique y el cosmos encausados dentro de mis pensamientos, enraizados junto a los sueños que tanto me había esforzado por cumplir.
Durante largos años la escritura era algo vacío que me pedía a gritos no ser ignorada más tiempo, aquello que sin saberlo podía ser la razón de mi desgracia, del recolecte infinito y eterno de las experiencias más dolorosas y punzantes de mi vida. Pese a esto, la terca persona que en un pasado fui, me cegaba de escupir mis cúmulos de ira y tristeza sobre la hoja que permanecía en blanco.
No fue hasta unos años después que comencé a desanudar dicho dilema que tanto me estresaba observar, ese caótico mareo que me arrastraba tímidamente cada vez que le quería ver. Así estuve durante más de diez minutos, más de dos días, más de medio año tratando de entender qué era ese castrante zumbido que atosigaba mis oídos sin intenciones de dejarme escuchar. Pareciera increíble, pero la verdad es que nunca lo logré, acceder a tu propio subconsciente no es algo que sea fácil de hacer sin asistir a un par de sesiones con un terapeuta o algo por el estilo.
Así que me olvidé de ello y comencé finalmente a soltar la mano, a dejar que el llanto y el coraje inundaran las palabras que lentamente iban llenando la hoja que hasta ese momento había permanecido muerta. Misteriosamente los pensamientos más olvidados iban apareciendo poco a poco sobre mi conciencia, se iban desnudando lentamente para dejarme llorar a solas con ellos, para poder observarles después de tantos años de increíble confusión.
Pues bien, la primera jornada terminó, la pluma calló y el corazón aturdido comenzó a aullar de alegría, no sólo se sentían suaves caricias de amor y calidez, sino que brillaban las pupilas después de saberse reencarnadas dentro de la liviandad que incluso podía llegar a causar un poco de terror.
Habían pasado unas cuantas horas cuando nuevamente me vi obligada a regresar a mi escritorio y reanudar la mecánica literaria, sin embargo esta vez el movimiento no fue meramente para desahogarme, sino que tranquilamente el gusto por realizar la acción iba tomando control sobre mí, tanto así que me alegré de poder hacerlo durante varios meses. De esta forma logré salir de la crisis mental que me había mantenido prisionera durante dos años, además de aceptar en su totalidad la danza de las palabras, dándole una pesadez importante dentro de mi vida y dentro de mi cuerpo, permitiéndome salir cada mañana a cubrir mis pensamientos con el suave abrazo de sus hojas.
Nunca me decidí por abrir un diario o una cosa por el estilo, sin embargo mis trabajos escolares poco a poco fueron viendo el fruto de mi encanto por las letras; los ensayos, las críticas y todas las tareas que eran encargadas por mandato de las maestras, tuvieron que verse obligados a lidiar con uno que otro pensamiento, mareando incluso a mis propios compañeros con los caóticos instantes en el que teníamos que compartir el trabajo con toda la clase.
Pasados tres o cuatro meses, la monotonía literaria nuevamente me aburrió, hecho que me orilló a dejarlo por algún tiempo, volviendo a caer en una rutina normal y corriente, con la ventaja de haber olvidado todo el pasado sangriento. Sin embargo mi familia, feliz de volver a verme sonreír, fue hasta mi lado para pedirme que no dejara el hábito de la escritura, me hicieron recordar la tristeza y el dolor que mucho tiempo perduraba dentro de casa, realmente se esforzaron por hacerme entender que las hojas muertas muchas veces no son la mejor señal para seguir viviendo.
Así que mi descanso no duró más de dos meses, recordándome día y noche que al menos una vez a la semana tendría que sentarme a contemplar el desglose de mis pensamientos, esta vez sobre las teclas de una computadora.
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