top of page

Movimiento circular

cimcnellicastro

Por: Nelli Itzanah Castro García



A veces quisiera ver con mayor claridad la luna, pedalear lejos para poder alcanzarla, ir recto, sin parar, sin detenerme, llegar tan cerca de ella para poder mirarla con calma, para decir que la he visto sin un par de anteojos viejos que trastocan su silueta, para quedarme boquiabierta después de abrazarla y mirar los más pequeños detalles que en sus cráteres destacan por ser bellos o extraños a la percepción de algún viajero solitario.


Algunas noches salgo de casa y el silencio no me tranquiliza. Cuando prefiero ir lento es porque mi cuerpo quiere que le llore a los errores y a los arrebatos insensatos a los que le he orillado. Noches en que manejo con el torso caído y los tobillos flojos, con los oídos saturados de música que en lugar de animarme me arrastran hasta el telar que con colores alegres he tratado de tejer para creer que no hay nada más por remendar.


Cuando creo que me he cansado es porque quizá sí; estoy agobiada, porque he fingido estar bien cuando realmente en casa todo dolía, porque no supe decir que el cariño no era el correcto y que el calor sentido era fraudulento como para seguir dejando que el frío entrara por las noches.


Cuando pedaleo lento es porque entonces sé que lo he logrado; me he quedado sola por la noche en medio de calles vacías, con coches enmudecidos y con puertas fisgonas que se esmeran por proteger con luz a sus familias.


Cuando pedaleo de noche y no sonrió mientras grito estupideces a los gatos es porque sí; lo he arruinado, me he escapado, me he salvado una vez más aunque eso me cueste un par de lágrimas y largas jornadas de ayuno o estallidos repentinos de energía.


Sé que exploté cuando me despedí de mi familia, sé que le llevé en la cabeza días enteros mientras me prometía no abandonar el sentir tan infantil que tengo ante la vida.


A veces me reprocho cuando no soy capaz de reírme de mí misma, a veces quisiera no hablar y decir que el silencio es demasiado y que pretendo quedarme aislada del dolor y las desdichas. Hay veces que me recuesto en la azotea anhelando que sea el último día en que llame a mis abuelos con palabras burdas cortadas por el espasmo de la angustia.

Siempre que sucede hay una voz que me ordena no olvidar el sufrimiento, no olvidar que hay hogares en donde se cuentan historias a los niños; críos que escuchan atentamente para luego sonreír y decir que no hay bien más preciado que el vivir una buena historia de amor; en familia o en pareja, en soledad o en colectivo; qué más da si al amar todo se vuelve un océano, con olas inmensas que causan intriga a quien mira desde la orilla.


Cuando llego a casa y comienzo a escribir es porque sí, algo me ha dolido, algo he descubierto, algún tesoro me ha llamado y lo he tomado tan rápido como mi padre me ha dicho que las bicicletas necesitan de un nombre para poder recurrir a ellas.


Cuando llego a casa y no duermo es porque algo sigue persiguiéndome, porque hay silencio y he decidido pasar la noche en calma e ignorar que afuera alguien me odia, o me quiere o me extraña. Cuando llego a casa y no duermo es porque lo he hecho otra vez; me he reído para luego gritar o quizá incluso maldecir, porque sigo tratando de entender cómo es que debo respirar y cuál es la mejor forma de enfrentar todo aquello que no sabía que existía hasta que casi me asalta para no regresarme más, hasta que casi me pierde en su magnitud sin intenciones de obsequiarme lo que afuera hay.


Quizá el miedo me abandonó hoy para decirme que no hay porqué correr, que su esencia no es más que una capa de mi cuerpo nutriéndose de la fragilidad de algún ego nauseabundo atrapado en mi garganta. Quizá eso es lo que duele; un hastío insoportable que se ha forzado para ser amado, un pinchazo bien dado en el entrecejo para aturdir la vista antes que al sentido del olfato, antes que sacudirlo hasta gastarlo y luego regodearse en aplausos o alaridos que mortifiquen a quien se tiene al lado.


Cuando pedaleo de noche y no me canso es porque sé que algo he hecho bien para llorar sin miedo, para llorar sin culpa, para decir mi nombre y abrazarme por la lucha bien librada que ha concluido en un hermoso y caótico duelo.


Pedalear sin música es a veces un lujo, un momento necesario que me permite prestar atención a la respiración o a la incomodidad de mi cuerpo al no tolerar el dolor en las piernas o el abdomen. Pedalear sin música es gozoso, a veces es un obsequio que yo misma me he dado para sonreírme por todo aquello que he logrado. Pedalear en silencio es bello aunque a veces parezca una pena, aunque a veces no quiera escuchar de las travesías que han ocurrido en mi vida e involucrado el rebote de las hojas secas trituradas por un par de botas engreídas.


Guardar silencio es eso, quizá sea eso; el abrazo a mí misma que durante tanto tiempo me había negado atesorar.


 
 
 

留言


Sígueme para conocer todas las actualizaciones :)

Bienvenid@ Recibirás una notificación por cada entrada publicada :)

  • Instagram
bottom of page