Por: Nelli Itzanah Castro García

Si le mirases detenidamente te percatarías de lo concentrado que está, de lo tranquilo y alerta que descansa sobre la tierra y, más adelante, también sobre el viento.
Si te sentases al borde de la puerta notarias que de entre la hierba y la sombra, se distingue una figura; grisácea por el lomo y terracota por los costados, tan pequeña y gigante como para pasar desapercibida sin ser del todo olvidada.
Si cuestionaras al saber de su frecuente descenso, si te preguntaras qué hace y para qué lo ejecuta, quizá observaras al fin que arriba, en el árbol de naranjas, al que nunca riegas y quizá no acaricias, un abultado vientre está siendo formado por una pareja de figurines terracota.
El descenso es rápido, repentino, veloz, atento. Sobre el suelo, siempre alerta, ubica las varitas que tenga más cerca y, poco a poco, las palpa con el pico, mueve su cabecita a uno y otro lado para saber qué tan liviana es. El largo y el balance son importantes al parecer del pequeño, quizá para cualquier otro ser aquello no tendría mayor relevancia, sería cualquier madera abandonada en el prado lo que serviría, sin embargo para él no, para él importan las pausas que le ayuden a elegir a la indicada, aquella que será perfecta para cubrir y brindar calor, protección contra la lluvia y resistencia para el viento, no cualquier vara puede precisar tal tarea, es justo valorar hasta el más mínimo detalle para cerciorarse que será la correcta.
Hacer las cosas bien es importante porque de ello depende la eficacia del vientre que guardará la vida durante los siguientes días de intensiva maternidad.
Si decidieras quedarte quizá le vieras desplegar, de punta a punta, las pequeñas alas que sostienen su vuelo, te percatarías de que se dirige hacia tu casa con un palito entre el pico. Si siguieras su trayectoria tal vez le vieras llegar al cuenco que contiene a su amada y por ende, al ciclo vital. Les verías juntos, en pareja, asomando sus cabecitas por sobre el extraño monumento que cada vez obtiene mayor presencia entre el abultamiento verdoso sin naranjas.
Quizá si miraras aún con más detalle, verías que al volver al árbol, para llegar al punto exacto de éste, dan saltitos de una rama a otra y descienden por inercia, mientras que, al llegar nuevamente al naranjo, aterrizan en la rama más baja y saltan al mismo tiempo que dan leves aleteos para impulsarse.
Quizá te dieras cuenta de lo pequeños que son, de lo increíblemente chicos que lucen; con la cabeza de menor tamaño que la mitad de las hojas del árbol, pero más ancha que la delgadez de sus ramas. Son diminutos, es cierto, son muy pequeños, tan sutiles, tan livianos y aun así la vida gira alrededor de ellos mientras ambos parecen ser fieles al momento.
Las palabras se vuelven entonces demasiado burdas para describir cuan sublimes son sus cuerpos; sus alas, sus ojos; cuan tranquila y calmada es su espera; su trabajo, su vida.
Quizá, sólo quizá, si decidieras quedarte un poco más, notarias que de entre las ramas del naranjo unos ojos muy pequeños se han percatado también de tu presencia. Si quisieras esperar serías entonces la curiosidad de uno de ellos, charlarías a solas con ambos y te darías cuenta de lo inocentes que son, qué tan puros y libres pueden ser juntos. Qué tanto amor pueden dar a su mundo y al tuyo, qué mágico final esperan al tiempo de volar, qué amantes terracota han llegado al hogar por la mañana, cuál es la vida que sigue y cuántos más como ellos podrán volar por primera vez desde aquel mismo naranjo.
Si mirases detenidamente te percatarías de la importancia de vivir aquel gran suceso.
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